Fabio Jurado
Valencia
En lo alto de una
antena satelital ondea la bandera roja y negra. Nada se mueve con 40 grados de
temperatura. Los árboles son como esculturas en un llano infinito. El joven
conductor de un auto destartalado nos ha traído por una carretera de huecos y
hondonadas; una hora de recorrido desde Arauquita hasta la vereda La Paz y sólo
presenciamos las praderas desoladas. No se asusten, nos ha dicho el conductor;
aquí no pasa nada desde cuando ellos se mataban por el territorio; ganaron unos
y los reductos se fueron a guerrear a otra parte. Todo es tranquilo aquí, ni
policía tenemos; todo se resuelve con ellos, los que se quedaron.
La escuela es el
contraste de aquella quietud marciana; el griterío de los niños nos recuerda a
ese lugar que es la estación de remanso en el viaje hacia Luvina; tan solo que
aquí no hay vientos. Los jóvenes tienen la aureola de la espera; todavía a los
15 o 16 años de edad no hay premura; mientras se llega a los 18 años juegan con
el amor y se entretienen con los maestros; finalmente los maestros hablan de
otras cosas distintas a la guerra, plantean dilemas, alertan sobre lo que
ocurre con el planeta a propósito de este calor que en las aulas se intensifica
con las hojas de metal que cubren sus techos. Los jóvenes ríen. Están de
espaldas a la guerra pero sospechan que a los 18 años la beligerancia se meterá
en sus cuerpos. Es el destino en un país de paradojas. Guerra y fiesta. Libido
y religiosidad. Locuacidad y mutismos. Patria y desengaño. Petróleo y
hambrunas. Ilusiones y corrupción.
La rectora del
colegio estudió Economía y participó en la convocatoria para la dirección de
instituciones educativas rurales de Arauca. Lo hizo por si acaso, por probarse,
pues sobre educación, nos dijo, sabía muy poco. Ganó y asumió la dirección de este
colegio, en el corazón de la zozobra. Coincidieron allí otras mujeres cuyas
convicciones se concentran en los
talentos de los jóvenes y en la neutralización de la beligerancia por
acción de las epistemes. Una banda de música con instrumentos de materiales
desechables, materas, bancas y obras de arte con material reciclable, uso de
las basuras para alimentar la tierra…
son los proyectos con los que el tiempo del día a día se diluye, y es
siempre escaso para tanto por hacer; una de las bancas sirve de mesa de juego
de ajedrez con cuadros rojos y negros en el tablero; las fichas son también
rojas y negras, de palo rustico.
El colegio
asistió en septiembre al concurso de bandas en el municipio; susurraban y reían
los contrincantes con sus relucientes platillos y trompetas en contraste con
unos tarros de hojalata, unas tapas de ollas de aluminio y unos pitos de palo
de la banda del colegio rural; tocaron el himno del colegio, luego una cumbia, enseguida
un currulao, después un joropo y los aplausos volaron hasta las orillas de ese
gran río, cuyas aguas turbulentas señalan que allá hay un país y acá otro.
Siguieron los demás colegios y no hubo aplausos. Regresaron entonces a la
vereda con el galardón y con sus instrumentos
primitivos.
Los niños de
quinto grado demuestran que también en la periferia se sabe leer, porque asumen
la lectura como la mejor defensa frente a la adversidad y la desesperanza. Al
menos mientras se llega a noveno grado hay un horizonte; después no se sabe,
porque todo es como un espejo opaco: no hay claridad alguna. Son extrovertidos,
aplomados, comprometidos y retadores frente a la complejidad. Qué sería de este
territorio sin la incertidumbre del conflicto y con gobiernos más generosos con
los jóvenes. La Paz, de Arauquita, es un topónimo: hace honor a su nombre. La
escuela es su microcosmos. La bandera de colores rojo y negro desaparece en la
noche y en el día ondea de nuevo. Resulta extraño que en lugar de la bandera
tricolor ondee una bicolor y más extraño aun que en lugar de policías y
soldados haya unas sombras que vigilan; nos sentimos mirados por ellos. En qué
país estamos Agripina.
Noviembre de
2012.